A María José Ferrando, diputada del PP, puede parecerle secundario que haya un 5% de aragoneses que hoy nos sintamos discriminados en nuestra tierra. Otros podrán pensar que con la que está cayendo hay debates más prioritarios que los debates nominalistas sobre las lenguas. A ella, al igual que a un PAR secuestrado por un puñado de votos que abominan de todo lo que huele a Cataluña, no le ha dolido impulsar una ley que insulta a la cultura y condena a una minoría, multitud cuando se les pone cara y ojos, a seguir analfabeta en la primera lengua que oímos al nacer.
Usar la lengua como arma arrojadiza y partidista siempre ha sido abominable. Enfrentar a territorios que durante siglos han convivido con la normalidad y la riqueza que se nos otorga a los habitantes de frontera, también. La política, destinada a resolver los problemas de las sociedades en lugar de a fomentarlos, ha dado una vuelta de tuerca más y ha conseguido justamente lo contrario de lo que pretendía. El complejo ante Cataluña, la falta de valentía para responder con contundencia a los ataques del nacionalismo catalán sin despreciar símbolos tan suyos como nuestros, ha supuesto –además de un ridículo mayúsculo– que se fomente una división que nunca ha sido tal en una Franja –sí, Franja aragonesa y con orgullo de serlo– que hoy vuelve a sentirse pisoteada por unas administraciones que no entienden que el mundo se compone de realidades diferentes.
En lugar de presumir del rico patrimonio cultural que tiene Aragón, prefieren agarrarse al populismo, invocar a unos bienes de la Franja que tampoco les ha importado nunca pero han servido para mantener viva la llama del enfrentamiento. Y, como siempre, los paganos hemos sido los habitantes de una zona azotada perpetuamente por los caprichos de unos dirigentes, en uno u otro lado de la frontera, que han utilizado como moneda de cambio a unos ciudadanos hartos ya de que cueste tanto comprenderlos.
La única fortuna es que el catalán que se habla en Aragón no morirá, aunque seguirá condenado a la clandestinidad y al no-reconocimiento. Peor suerte correrán los aragoneses del norte, cuyo rico patrimonio lingüístico pronto será vestigio arqueológico gracias a la poca altura de miras del actual Gobierno de Aragón. Es paradójico que quien ha impuesto a los ciudadanos un recorte tras otro, esté tan preocupado ahora por no imponer unas lenguas que nadie pretende imponer a nadie.
Es complicado entender que cueste tanto a algunos comprender que si el castellano es un rico patrimonio compartido con 500 millones de hablantes y con 20 países que lo tienen como lengua oficial, sin que signifique que sean españoles, puede pasar lo mismo con el catalán, lengua aragonesa. Con su inquina hacia el catalán, solo han conseguido alimentar ese nacionalismo de la comunidad vecina que tanto daño nos hace a los ciudadanos de la Franja. Es inaudito que no se entienda que las lenguas no entienden de fronteras. Y es inaudito que tanto ofenda en tu propia tierra aquel viejo lema, hoy otra vez enterrado en el sepulcro de la vergüenza, que decía Sóc aragonès i parlo catalá. Un eslogan que, por cierto, comparto con muchos compañeros periodistas que viven y trabajan en Zaragoza, hablan en catalán y aragonés y que hoy están tan asombrados y disgustados como yo.
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